Si tenemos que citar algunos de estos experimentos acerca de la adicción a sustancias, ateniéndonos a su relevancia y repercusión deberíamos situar en las primeras posiciones de este ranking ficticio a todos aquellos experimentos realizados a partir de la década de los años 60 que se centraron en el estudio de la influencia que tiene sobre nuestro comportamiento la presión social.
El norteamericano Stanley Milgram demostró cómo somos capaces, en determinadas circunstancias y ante la presencia de una figura de autoridad, de cometer actos que implican un grave daño físico sobre una persona inocente. Zimbardo exploró en su experimento de la cárcel de Stanford (llevado al cine recientemente) y de una manera pareja a la de Milgram, cómo la adquisición de un rol determinado y el proceso de desindividuación consecuente nos hacen a cualquier persona presa de un comportamiento violento o sumiso del que no seríamos capaces en circunstancias normales.
El estudio del apego materno-filial también fue diana de un famosísimo estudio llevado a cabo por el psicólogo estadounidense Harry Harlow. En este trabajo se trató de demostrar, en contra de la psicología conductista dominante en aquella época, cómo el apego de la cría a la figura materna no depende meramente de que esta alimente, cobije y proteja a aquella.
Para ello Harlow realizó un experimento en el que una cría de mono tenía que elegir como compañía entre una madre “postiza” creada con alambres que la alimentaba a través de un biberón y otra, más semejante a la real, hecha de felpa y suave al tacto, que sin embargo no le proporcionaba ningún alimento. La cría elegía siempre la madre más semejante a la de su especie y se abraza a ella fuertemente. El apego emocional, por tanto, iba más allá de la mera satisfacción de necesidades físicas y se extendía al campo de lo emocional.
Como apunte añadido a esta somera revisión es curioso señalar como ninguno de estos experimentos sería posible y viable llevarlo a cabo hoy en día debido a las restricciones legales que se infringirían con los participantes (incluidas las especies animales). La ética, en este caso y para bien o para mal, ha vencido al progreso de la ciencia psicológica.
Todos estos experimentos deben de resultar sobradamente conocidos a cualquiera que haya estudiado psicología o que esté interesado en la materia y haya leído sobre estos temas. Sin embargo, en el artículo que nos ocupa nos vamos a centrar en otro experimento que en su día tuvo mucho menos impacto y repercusión y que, de alguna manera, se encuentra escondido en los pliegues del tiempo. Versa sobre cómo se genera la adicción a sustancias psicoactivas y lo realizó Bruce K. Alexander, que aún vive en su residencia canadiense de Vancouver, en 1981.
La problemática de la drogadicción es sin lugar a dudas una de las mayores lacras humanas de nuestras sociedades actuales y llega a destrozar personas y familias como una plaga. Si raspamos sobre la superficie del consumidor individual comenzamos a comprender qué vasta influencia tiene este negocio en el mundo; como sus tentáculos lo tocan todo, desde la política hasta los designios de ciertos países. Según un reciente informe de la ONU del año 2013 es el negocio ilegal más rentable con absoluta diferencia, por encima de mercados tan lucrativos como son el tráfico de armas o la trata humana. Es recomendable leer “Zero Zero Zero” del escritor italiano Roberto Saviano para aprender acerca de este hecho.
Para realizar su experimento Alexander tomó como punto de partida otros experimentos clásicos realizados durante las década de los años 60 y 70. En estos experimentos previos llevados a cabo con modelos animales, preferentemente ratas, se trataba de demostrar que la adicción a sustancias, es decir, a determinadas drogas (cocaína, opio y otras sustancias reforzantes del sistema nervioso central equivocadamente llamadas “recreativas”) era algo que sucedía de manera inapelable, matemática y que era psicológicamente inevitable.
Para ello, encerraban en jaulas a estas ratas y observaban como la mayoría de ellas se convertían en absolutas adictas tras aprender a presionar una palanca que les permitía obtener estas sustancias. Olds y Milner se saltaron este paso intermedio y directamente insertaron quirúrgicamente un filamento en los llamados centros de placer del cerebro de la rata, lo que les permitía a los animalesautoestimularse tantas veces como desearan. El resultado fue dramático y asombroso al mismo tiempo: las ratas dejaban de alimentarse e hidratarse y se autoestimulaban hasta morir desnutridas y carentes de fuerzas.
Era la época del despegue de los psicofármacos y del estudio científico de las bases cerebrales de la conducta, del dominio de lo biológico y genético sobre lo social y mental. Aupados por una confianza desmedida y ciega, y en aras sin duda de equipararse al resto de áreas médicas, los científicos vieron que este campo abría nuevas posibilidades y nuevas esperanzas en el diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales. Se pensó que se podría hallar una región dentro de nuestro cráneo que dijera si teníamos una depresión, una esquizofrenia, un alcohólico potencial o si albergábamos un psicópata en ciernes. La frenología decimonónica a fin de cuentas, tan denostada y enterrada, volvía reencarnada y camuflada, abrigada bajo otras pieles pero con similar manera de explicar quiénes somos y que nos sucede.
Este empeño por medicalizar lo mental se extiende, cabe decir, y se agranda, aun a día de hoy, sometidos como estamos por las explicaciones médicas, donde la física y la química suplantan a la relevancia que el contexto, las vivencias, los pensamientos, las emociones, la familia y/o la sociedad tienen sobre nosotros.
Alexander quiso luchar contra la visión imperante derivada de estos experimentos donde las ratas se volvían adictas de manera inexorable. Para ello pergeñó el siguienteexperimento: Alexander pensaba que era obvio que las ratas se volvieran adictas a estas sustancias ya que estaban enjauladas en pequeños reductos, en condiciones de privación de libertad y sin resaltables estímulos a su alrededor. Pensó que si se creaba un entorno más placentero, más amplio, con mayores estímulos y, en definitiva, con unas condiciones de vida más satisfactorias las ratas no tendrían la necesidad de volverse adictas. A esto le llamó el “Rat Park”.
El resultado fue revelador, en estas condiciones favorables los roedores preferían jugar, comer, aparearse y emprender actividades que hacían su vida más gratificante. Tras este descubrimiento Alexander continuó realizando experimentos semejantes variando alguno de los factores implicados y llegó a la conclusión de que la adicción a sustancias no depende en absoluto de la farmacología de la droga, sino de la compleja urdimbre de las sociedades que no ofrecen apoyo.
Son unos resultados que hacen tambalear todo ese pensamiento casi axiomático en torno al poder casi subyugante de la droga por volver adicto a todo aquel que la pruebe o que la tenga a disposición. Para Alexander incluso algo tan aparentemente biológico como el síndrome de abstinencia se sustenta sobre raíces mentales. Es una explicación únicamente psicosocial del proceso de adicción a sustancias o drogas. Las preguntas retóricas resultantes son obvias y a la vez desazonan: ¿existen actualmente en occidente sociedades que proporcionen esa clase de vidas placenteras para todos sus moradores? ¿Existirán algún día?
Todas estas conclusiones obtenidas a raíz del experimento resultan, cuando menos, sorprendentes. Los humanos no somos obviamente ratas y puede que todas las conclusiones obtenidas no sean una verdad absoluta, pero nos hacen replantearnos variables que teníamos como ciertas e inamovibles. Y eso siempre resulta un paso adelante a la hora de comprender, predecir y cambiar el modo en cómo nos comportamos como seres humanos.
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