¿Los fármacos psiquiátricos …equivalen a salud?

¿Los fármacos psiquiátricos …equivalen a salud?

“Cuando me siento con ansiedad, me tomo un ansiolítico”,

me decía un paciente en la consulta. Le pregunté por si le habían prescrito eso así, y me indicó que su médico de cabecera le había indicado que se tomara tres al día, y alguno más en caso de necesitarlo.

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Me pregunté entonces si son necesarios tantos ansiolíticos para reducir la ansiedad o si es algo que está tan instaurado en la sociedad que no se ve del todo mal. Indagando un poco, descubrimos que los fármacos psiquiátricos están recetados de manera masiva en España. España figura en el segundo lugar en el consumo de tranquilizantes (según las estadísticas de la OCDE, fuente: Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad). Y eso parece cuanto menos inquietante.

Quién más y quién menos ha padecido una situación estresante en algún momento de su vida, y ¿quién no ha estado triste en alguna situación? ¿Eso significa que tendría de tomarme un ansiolítico cuando me sienta con ansiedad que no se controlar, o bien que me tendría que tomar un antidepresivo cuando me siento triste?

Como sabemos, el sentirnos con sensación de estrés en alguna situación no es del todo malo ya que eso hace que nuestro organismo se active para enfrentarse a la situación. Si de algún modo entendemos que la situación estresante nos va a superar, entonces aparece la ansiedad. Si esta ansiedad se dilatara en el tiempo podríamos pasar a una situación de indefensión que propiciaría una sensación de tristeza para enfrentarnos a lo que nos viene. Esto significaría que nos encontraríamos dentro del diagnóstico de “depresión mayor” y por ello nos podrían recetar algún fármaco psiquiátrico que pudiera reducir éste estado.

En nuestra sociedad estamos acostumbrados a que para enfrentarnos a algo que no manejamos, podamos pedir ayuda a quien podría dárnosla. Cuando nos sentimos mal ante alguna situación, solemos tomarnos un ansiolítico para reducir ese malestar, pero ¿dónde está nuestra capacidad de decisión? ¿Se queda solamente en decidir ir al médico para que nos recete algo? O podríamos hacer algo más…
Cuando tenemos una torcedura o un esguince en un tobillo solemos tener ayuda de un bastón o una muleta. Cuando tenemos miedo a algo, solemos evitar la situación o pedir ayuda de alguien para enfrentarnos a ello. Cuando nos sentimos tristes, tenemos a un familiar que nos ayuda y nos apoya para hacer las cosas del día a día. Por un lado cuando necesitamos ayuda la podemos encontrar y nuestros seres queridos nos ayudarán en la medida de lo posible, pero por otro lado, de una forma muy sutil pero no por ello menos importante, nos dice… “Te ayudo porque tú sólo no puedes…”.
Cuando nos sentimos tristes o con ansiedad por alguna situación, solemos pedir ayuda a quien tenemos cerca para que nos sea más llevadera la situación. Si vemos que aun así no podemos solucionar la situación o las sensaciones que tenemos, vamos al médico que nos indique que es lo que nos pasa. En ese caso, antes de llegar a la consulta hemos sido capaces de decidir que con las herramientas y los apoyos que tenemos no somos capaces de rebajar la sensación. Es cuando el médico nos indica lo que nos pasa, y nos receta un fármaco para reducir las sensaciones.

Según indica el catedrático emérito de la Universi
dad de Duke, en una entrevista al periódico El País: “Los seres humanos somos criaturas muy resilientes. Hemos sobrevivido millones de años gracias a la capacidad para afrontar la adversidad y sobreponernos a ella. Ahora mismo, en Irak o en Siria, la vida puede ser un infierno. Y sin embargo, la gente lucha por sobrevivir. Si vivimos inmersos en una cultura que echa mano de las pastillas ante cualquier problema, se reducirá nuestra capacidad de afrontar el estrés y también la seguridad en nosotros mismos. Si este comportamiento se generaliza, la sociedad entera se debilitará frente a la adversidad. Además, cuando tratamos un proceso banal como si fuera una enfermedad, disminuimos la dignidad de quienes verdaderamente la sufren.”

¿Está entonces justificado el aumento significativo del consumo de fármacos en nuestra sociedad? Los fármacos antidepresivos y ansiolíticos son eficaces y seguros en casos como la “depresión mayor” y en los trastornos mentales crónicos. En diferentes estudios se demuestra que no tienen el mismo efecto para los estados de ánimo depresivos a consecuencia de situaciones cotidianas. No estarían indicados para afrontar una pérdida de un ser querido, para afrontar una situación de estrés laboral o para levantar el ánimo tras una ruptura sentimental, que es para lo que muchas veces se recetan.

Mientras nos excedemos en la prescripción de fármacos para los procesos psicológicos que no son patológicos, por nuestra experiencia, observamos que hay otros muchos enfermos con verdaderas enfermedades mentales que ni siquiera están tratados. En definitiva, mientras algunos sufren por estar demasiado medicados, otros por estarlo poco.

 

 

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La invención del Trastorno por Déficit de Atención

La invención del Trastorno por Déficit de Atención

El trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) esTDAH 1 (2) uno de los trastornos infantiles más diagnosticados en la actualidad, así como también uno de los diagnósticos clínicos en los que más se ha incrementado su prevalencia (número de casos totales en la población) durante los últimos años. Seguramente todos conocemos a un niño o a un adolescente, familiar directo o hijo de alguna persona cercana, que ha sido diagnosticado recientemente y recibe medicación por ser hiperactivo. Multitud de publicaciones exploran esta “supuesta” enfermedad y la cobertura mediática sobre ella es abundante y profusa. Multitud de famosos (en su mayor parte americanos) están saliendo a la palestra reconociendo que ellos mismos han padecido este trastorno, desde Justin Timberlake, pasando por Bill Gates hasta Will Smith. Por citar solo unos nombres representativos. Hasta algún avezado ha llegado a afirmar que Bart Simpson, el dibujo animado, sin lugar a dudas cumple los criterios diagnósticos que estipula el DSM-IV (“la biblia” americana que rige y clasifica los diversos trastornos mentales) para el TDAH.
Pero tras esta desbordante y apabullante reunión de datos y hechos, cabe preguntarse de forma más sosegada y sistemática, qué se esconde tras el TDAH y hasta qué punto son verdades todo aquello que lo rodea.
Lo primero que debe ser dicho es que el TDAH no es una enfermedad. No es equiparable a una apendicitis, a unas paperas o a un glaucoma. Y esto es así porque no existe ningún marcador físico o químico certero que nos indique su presencia. Por muchos estudios que se hayan realizado en pos de encontrar un dato objetivo fidedigno no se puede aseverar que un niño con TDAH tenga tal parte del cerebro mal desarrollada o que el funcionamiento de tales circuitos nerviosos esté alterado.
Centrémonos ahora en los susodichos criterios diagnósticos del DSM-IV:
A-1) Presenta seis o más de los siguientes síntomas de falta de atención durante al menos 6 meses con una intensidad superior a la que normalmente manifiestan las personas de su misma edad:
Desatención
– No suele prestar atención a los detalles. Comete errores frecuentemente en el colegio, el trabajo u otras actividades.
– Le cuesta mantener la atención en tareas o actividades de tipo lúdico.
– Parece que no escucha cuando se le habla.
– No suele finalizar las tareas o encargos que empieza y no suele seguir las instrucciones que se le mandan, sin ser por un comportamiento negativista o por una incapacidad para comprender las instrucciones.
– Le resulta complicado organizar tareas y actividades.
– Intenta evitar realizar tareas que le suponen un esfuerzo mental sostenido (actividades escolares o tareas domésticas).
– Pierde objetos frecuentemente (ejercicios, lápices, libros, juguetes…)
– Se distrae con cualquier estímulo irrelevante.
– Es descuidado en las actividades de la vida diaria.
A-2) Presenta seis o más de los siguientes síntomas de hiperactividad-impulsividad durante un período mínimo de 6 meses con una intensidad superior a la que normalmente manifiestan las personas de esa edad:
Hiperactividad
– Suele mover en exceso las manos y los pies o no se está quieto en el asiento.
– No suele permanecer sentado en las situaciones en las que se espera que lo esté.
– Suele correr o saltar en exceso en situaciones en las que no es apropiado hacerlo.
– Tiene dificultades para realizar actividades o juegos tranquilos.
– Suele estar en movimiento y actuar como si tuviese un motor en marcha continuamente.
– Suele hablar en exceso.
Impulsividad
– Suele dar respuestas precipitadas antes de que se hayan terminado de formular las preguntas.
– Le cuesta esperar su turno y respetar las colas.
– Suele correr o saltar en exceso en situaciones en las que no es apropiado hacerlo.
– Suele interrumpir a los demás y entrometerse en las actividades de otros.
Cualquier padre que haya criado o este criando a un hijo seguramente vea reflejadas muchas de estas características en su propio vástago. Y es llamativo resaltar el criterio general de que la intensidad de estos síntomas debe ser “superior” a la normal en el resto de niños; ahora bien, ¿quién o qué indica donde se encuentra esa normalidad y donde está la línea que llegado un momento se rebasa? Sin lugar a dudas esa vara de medir se encuentra sólo en los adultos, en los progenitores, que al sentirse desbordados por su hijo recurren a llevarlo a un médico especialista para que trate de encauzarlo por el buen camino. Jamás un niño va a dar la voz de alarma o se va a quejar por el sufrimiento que le causa el “ser así”. Es el padre desesperado el que cogido de la mano lo va a llevar hasta la consulta médica para que, por favor, traten de “curarlo”. Nunca nadie dijo que educar fuera tarea sencilla ni tampoco que los niños vinieran con un manual de instrucciones bajo el brazo. El hecho de que en la sociedad actual los padres apenas puedan pasar con sus propio hijo entre semana más que un breve tiempo a la hora de la cena no ayuda ni mucho menos a desarrollar una educación bien cimentada.

Otro punto a señalar es que en la mayoría de estudios sobre el TDAH se hace referencia a que la alteración atencional del niño no ocurre en todos los ambientes, ya que es capaz de dirigirla cuando el estímulo le interesa. Entonces si es capaz de focalizar su atención durante largos periodos de tiempo. ¿Qué alteración emocional de base es aquella que se manifiesta ahora sí, ahora no? ¿No debería una alteración atencional de origen cerebral afectar a todo estímulo sin importar su relevancia para el niño? Cuando es el propio niño el que es capaz de movilizar su atención dependiendo del foco, lo que existe entonces no es un deterioro atencional (ya que el niño demuestra que sí es capaz de usar su atención adecuadamente en ciertas circunstancias) sino un problema motivacional.

Al señalar a nuestro hijo, al colgarle a él el sambenito de su discapacidad, de su mal desempeño, nos estamos eximiendo de nuestra responsabilidad, que es grande y mucha, en la creación y desarrollo de la problemática. Me afirmo: “no soy yo como padre, no es el contexto social, no son las condiciones de vida, no es la normalidad evolutiva la culpable; es el cerebro del niño, sus genes alterados, es un mal interno que se manifiesta y de alguna manera ha de ser erradicado”. Y desde el planteamiento médico-psiquiátrico esta erradicación debe hacerse (¿cómo sino?) por medio de los psicofármacos. Y en este caso el fármaco estrella utilizado es el metilfenitado, en alguna de sus múltiples variantes: Concerta, Rubifen, Ritalin, etc. Estas sustancias son derivados anfetamínicos que se usan con la finalidad de corregir un “supuesto” retraso madurativo de la zona prefrontal del cerebro del niño (una zona del cerebro que se encarga de funciones como la atención, la inhibición de conductas o la planificación de acciones.) Las anfetaminas son famosas, entre otros motivos, porque se usaron ampliamente hace ya más de 3 décadas para potenciar las capacidades de estudio de los alumnos, que las tomaban para ser capaces de estudiar noches enteras sin necesidad de dormir. Sus efectos secundarios como sustancias anoréxicos, excitantes motores y ansiógenas en general son también vastamente conocidas. Por no hablar de mayores efectos perniciosos como la psicosis anfetamínica. Estas pastillas no son, por tanto, inocuas, no son, digamos, pastillas para la alergia o para la tos; son sustancias médicas que actualmente se recetan a la ligera y en cantidades ingentes sin que exista un temor ni una protesta social mínima.
Pero no se queda aquí el alcance de este trastorno. En los últimos tiempos, y visto el jugoso impacto comercial de la creación del TDAH para la población infanto-juvenil, se está creando una nueva ola en torno al TDAH en población adulta. Adecuando pormenorizadamente los síntomas se están empezando a diagnosticar multitud de casos en personas de mediana edad con este trastorno.
TDAH 1 (1)Resumiendo, con este artículo no se quiere defender el hecho de que esta problemática no exista, que no esté presente en la relación del niño con el ambiente que le rodea (es importante de nuevo remarcar que el problema se encuentra en esta interacción, nunca en el niño como ente aislado). Se defiende que su modo de entenderla, etiquetarla y finalmente tratarla no es la correcta ni la adecuada. Que agrupar ciertas características bajo un baile de siglas no va a lograr avanzar en la búsqueda de la solución ideal. Cada niño debe ser evaluado y tratado individualmente, ya que su vida, su desarrollo evolutivo, sus fracasos y sus logros no son los mismos que los de otro niño. Una pastilla “milagrosa” dada a todos por igual no va a variar ese hecho. Lo correcto sería mejorar su educación, inculcar unas adecuadas normas de conducta, ajustar los refuerzos y castigos con los que tratamos a nuestros hijos. Y conocer la motivación que nuestro hijo presenta en orden de mejorarla dado el caso. Es algo que lleva implícito muchas horas diarias de trabajo, paciencia y persistencia. No es la vía más fácil ni inmediata, pero si la más correcta, duradera y enriquecedora, tanto para ellos como para nosotros mismos.

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La Adicción a sustancias

La Adicción a sustancias

La Influencia Psicosocial en la Adicción a Sustancias

El ya pasado siglo XX fue cuna de innumerables experimentos psicológicos que en gran medida ayudaron a conformar la manera en la que hoy entendemos aspectos tan importantes de este área de conocimiento como son las emociones, las actitudes o la conducta.

Adicción a sustancias

Si tenemos que citar algunos de estos experimentos acerca de la adicción a sustancias, ateniéndonos a su relevancia y repercusión deberíamos situar en las primeras posiciones de este ranking ficticio a todos aquellos experimentos realizados a partir de la década de los años 60 que se centraron en el estudio de la influencia que tiene sobre nuestro comportamiento la presión social.

El norteamericano Stanley Milgram demostró cómo somos capaces, en determinadas circunstancias y ante la presencia de una figura de autoridad, de cometer actos que implican un grave daño físico sobre una persona inocente. Zimbardo exploró en su experimento de la cárcel de Stanford (llevado al cine recientemente) y de una manera pareja a la de Milgram, cómo la adquisición de un rol determinado y el proceso de desindividuación consecuente nos hacen a cualquier persona presa de un comportamiento violento o sumiso del que no seríamos capaces en circunstancias normales.

El estudio del apego materno-filial también fue diana de un famosísimo estudio llevado a cabo por el psicólogo estadounidense Harry Harlow. En este trabajo se trató de demostrar, en contra de la psicología conductista dominante en aquella época, cómo el apego de la cría a la figura materna no depende meramente de que esta alimente, cobije y proteja a aquella.

Para ello Harlow realizó un experimento en el que una cría de mono tenía que elegir como compañía entre una madre “postiza” creada con alambres que la alimentaba a través de un biberón y otra, más semejante a la real, hecha de felpa y suave al tacto, que sin embargo no le proporcionaba ningún alimento. La cría elegía siempre la madre más semejante a la de su especie y se abraza a ella fuertemente. El apego emocional, por tanto, iba más allá de la mera satisfacción de necesidades físicas y se extendía al campo de lo emocional.

Como apunte añadido a esta somera revisión es curioso señalar como ninguno de estos experimentos sería posible y viable llevarlo a cabo hoy en día debido a las restricciones legales que se infringirían con los participantes (incluidas las especies animales). La ética, en este caso y para bien o para mal, ha vencido al progreso de la ciencia psicológica.

Todos estos experimentos deben de resultar sobradamente conocidos a cualquiera que haya estudiado psicología o que esté interesado en la materia y haya leído sobre estos temas. Sin embargo, en el artículo que nos ocupa nos vamos a centrar en otro experimento que en su día tuvo mucho menos impacto y repercusión y que, de alguna manera, se encuentra escondido en los pliegues del tiempo. Versa sobre cómo se genera la adicción a sustancias psicoactivas y lo realizó Bruce K. Alexander, que aún vive en su residencia canadiense de Vancouver, en 1981.

La problemática de la drogadicción es sin lugar a dudas una de las mayores lacras humanas de nuestras sociedades actuales y llega a destrozar personas y familias como una plaga. Si raspamos sobre la superficie del consumidor individual comenzamos a comprender qué vasta influencia tiene este negocio en el mundo; como sus tentáculos lo tocan todo, desde la política hasta los designios de ciertos países. Según un reciente informe de la ONU del año 2013 es el negocio ilegal más rentable con absoluta diferencia, por encima de mercados tan lucrativos como son el tráfico de armas o la trata humana. Es recomendable leer “Zero Zero Zero” del escritor italiano Roberto Saviano para aprender acerca de este hecho.

Para realizar su experimento Alexander tomó como punto de partida otros experimentos clásicos realizados durante las década de los años 60 y 70. En estos experimentos previos llevados a cabo con modelos animales, preferentemente ratas, se trataba de demostrar que la adicción a sustancias, es decir,  a determinadas drogas (cocaína, opio y otras sustancias reforzantes del sistema nervioso central equivocadamente llamadas “recreativas”) era algo que sucedía de manera inapelable, matemática y que era psicológicamente inevitable.

Mujer con adicción a sustancias

Para ello, encerraban en jaulas a estas ratas y observaban como la mayoría de ellas se convertían en absolutas adictas tras aprender a presionar una palanca que les permitía obtener estas sustancias. Olds y Milner se saltaron este paso intermedio y directamente insertaron quirúrgicamente un filamento en los llamados centros de placer del cerebro de la rata, lo que les permitía a los animalesautoestimularse tantas veces como desearan. El resultado fue dramático y asombroso al mismo tiempo: las ratas dejaban de alimentarse e hidratarse y se autoestimulaban hasta morir desnutridas y carentes de fuerzas.

Era la época del despegue de los psicofármacos y del estudio científico de las bases cerebrales de la conducta, del dominio de lo biológico y genético sobre lo social y mental. Aupados por una confianza desmedida y ciega, y en aras sin duda de equipararse al resto de áreas médicas, los científicos vieron que este campo abría nuevas posibilidades y nuevas esperanzas en el diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales. Se pensó que se podría hallar una región dentro de nuestro cráneo que dijera si teníamos una depresión, una esquizofrenia, un alcohólico potencial o si albergábamos un psicópata en ciernes. La frenología decimonónica a fin de cuentas, tan denostada y enterrada, volvía reencarnada y camuflada, abrigada bajo otras pieles pero con similar manera de explicar quiénes somos y que nos sucede.

Este empeño por medicalizar lo mental se extiende, cabe decir, y se agranda, aun a día de hoy, sometidos como estamos por las explicaciones médicas, donde la física y la química suplantan a la relevancia que el contexto, las vivencias, los pensamientos, las emociones, la familia y/o la sociedad tienen sobre nosotros.

Alexander quiso luchar contra la visión imperante derivada de estos experimentos donde las ratas se volvían adictas de manera inexorable. Para ello pergeñó el siguienteexperimento: Alexander pensaba que era obvio que las ratas se volvieran adictas a estas sustancias ya que estaban enjauladas en pequeños reductos, en condiciones de privación de libertad y sin resaltables estímulos a su alrededor. Pensó que si se creaba un entorno más placentero, más amplio, con mayores estímulos y, en definitiva, con unas condiciones de vida más satisfactorias las ratas no tendrían la necesidad de volverse adictas. A esto le llamó el Rat Park.

El resultado fue revelador, en estas condiciones favorables los roedores preferían jugar, comer, aparearse y emprender actividades que hacían su vida más gratificante. Tras este descubrimiento Alexander continuó realizando experimentos semejantes variando alguno de los factores implicados y llegó a la conclusión de que la adicción a sustancias no depende en absoluto de la farmacología de la droga, sino de la compleja urdimbre de las sociedades que no ofrecen apoyo.

Son unos resultados que hacen tambalear todo ese pensamiento casi axiomático en torno al poder casi subyugante de la droga por volver adicto a todo aquel que la pruebe o que la tenga a disposición. Para Alexander incluso algo tan aparentemente biológico como el síndrome de abstinencia se sustenta sobre raíces mentales. Es una explicación únicamente psicosocial del proceso de adicción a sustancias o drogas. Las preguntas retóricas resultantes son obvias y a la vez desazonan: ¿existen actualmente en occidente sociedades que proporcionen esa clase de vidas placenteras para todos sus moradores? ¿Existirán algún día?

Todas estas conclusiones obtenidas a raíz del experimento resultan, cuando menos, sorprendentes. Los humanos no somos obviamente ratas y puede que todas las conclusiones obtenidas no sean una verdad absoluta, pero nos hacen replantearnos variables que teníamos como ciertas e inamovibles. Y eso siempre resulta un paso adelante a la hora de comprender, predecir y cambiar el modo en cómo nos comportamos como seres humanos.

 

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¡No quiero tener un nuevo hermanito!

¡No quiero tener un nuevo hermanito!

¡No quiero tener un nuevo hermanito!

En el momento que otro bebé aparece, la vida de los más pequeños de la casa sufre un cambio drástico. La atención de sus padres se divide, los mimos se reducen y hasta puede que tenga que compartir sus propios juguetes. Todo ello con un claro culpable: el nuevo hermanito.

¡Oh no, no digas eso! Este niño necesita un cariño especial, Merche. No olvides que
hasta hace un año era el rey de la casa. Es el príncipe destronado, ¿oyes? Ayer todo
para él; hoy nada. Es muy duro, mujer.

El príncipe destronado, Miguel Delibes, 1974

Desde el nacimiento relacionarse significa compartir, coincidir en el espacio físico y coexistir en la esfera de los intereses y las emociones. Desde que nacemos nos relacionamos con nuestros padres, familia y las personas más cercanas a nuestro contexto inmediato. El desarrollo de todo ser humano se realiza bajo la protección paternal, éstos son los encargados de proporcionar el terreno más apropiado para que éste aprenda, ejercite y desarrolle su área social en distintos contextos sociales cada vez más amplios y complejos (familia, colegio, juegos, fiestas de cumpleaños, etc…). Cada uno de ellos tienen características singulares, que hacen que el niño actúe de distinta forma dependiendo de si está con sus padres, con sus hermanos o con sus compañeros de clase.

La familia es el entorno donde además de sentimientos positivos como protección, cui
dado o preocupación también florecen la rivalidad, la envidia y los celos.
Cuando se dan éstos últimos entre los hermanos empiezan las peleas por tener el trozo más grande de tarta, un sitio concreto en el sofá para ver la televisión, tener juguetes… es decir, una lucha continua por ganar el espacio físico o emocional. De algo nos suena todo esto, ¿verdad? Si no somos padres, seguro que algún recuerdo de nuestra infancia se corresponde con esto. No solo con hermanos, también con primos, vecinos o amigos. Cualquier persona que interrumpiese en nuestra rutina familiar.

En su vida, el niño se enfrenta a muchas situaciones estresantes que suponen alteraciones en el ambiente y requieren un periodo de adaptación como: primer día en la guardería/cole, traslado de domicilio o de cole, fallecimiento de un familiar, ausencias prolongadas de los padres, ingreso en el hospital y el nacimiento de un hermano. La llegada de un nuevo hermano es un acontecimiento de bastante estrés para el niño, puesto que todo su esquema familiar, se descompone y se vuelve a componer de una manera distinta. Seguramente los padres no se dan cuenta porque ellos lo viven con ilusión pero, el hermano mayor lo vive con ansiedad, desánimo e incluso sensación de abandono. Los celos son la respuesta normal a la nueva llegada de un hermanito o en su lado opuesto, empieza siéndolo hasta que deja de ser un comportamiento evolutivo para ser patológico. Visto desde la perspectiva de un niño, los celos son el resultado de sentir que le desplazan o que pierde un poder de la noche a la mañana y con un claro “culpable”. Es lo que se conoce como el “síndrome del destronamiento”. Si nos metemos en sus cabecitas seguro que podemos escuchar cosas del tipo: “hasta hoy, yo era el rey de esta casa. Todas las atenciones me las llevaba yo, todos los juguetes eran míos y cada mimo de mis padres eran para mí”. Como cualquier persona que pierde poder, el niño intenta recuperarlo pero con los medio con los que puede contar un niño de su edad.

Es decir, llamando la atención con los recursos que tiene a su alcance: llanto exagerado, conductas regresivas, agresión, introversión…

Pero, ¿hay algo de positivo en todo esto? Quizás para los primeros momentos del hermano mayor esta sea una posibilidad casi inexistente pero, tal y como nos indica el autor Perinat, “a ser hermano se aprende y este aprendizaje es una pieza básica de la socialización (Perinat, 1988)”. La relación fraterna es una contribución directa al desarrollo emocional, cognitivo y social del niño (Boer, Westenberg, McHale, Updegraff y Stocker, 1997). El hermano mayor es el primer contacto con iguales que tiene el niño pequeño; es lo más próximo y parecido a sí mismo que tiene desde su nacimiento hasta que accede a la escuela infantil. A su vez, el hermano mayor tiene todo un campo para experimentar, aprender y consolidar relaciones con otros que implican desde conductas de cooperación hasta de rivalidad. La relación entre hermanos es compleja, diversa, rica en matices y a veces contradictoria. En definitiva, se puede decir que tener un hermano significa tener un compañero de juego, un modelo de imitación, una fuente de conflicto, un vinculo afectivo y un compañero de múltiples experiencias significativas (Arranz y Olabarrieta, 1998).

¿Cómo identificar si un niño muestra respuestas celotípicas? Aquí enumeramos las conductas más características:

  • Llanto y rabietas: es la forma más típica de presionar a los padres y llamar su atención para obtener su deseo. Es una de las estrategias más eficaces con las que cuenta el niño.
  • Retraimiento: introversión, reducción de la autoestima, juegos solitarios y evita salir de casa tanto como hacía antes.
  • Búsqueda de atención: interrupciones, se muestra alborotado o incordia cuando se está atendiendo al menor. Pueden ser de mayor intensidad en cuanto que los padres no le dan la atención que el niño necesita.
  • Alteración en el ritmo del sueño y alimentación: pesadillas e inapetencia son dos síntomas claros del estado depresivo en el que se sumerge el niño. Insomnio, terrores nocturnos.
  • Desobediencia: tiene la doble finalidad de fastidiar a los padres y obtener su atención aunque sea a través de la reprimenda y el grito. El niño encuentra gratificante la atención que recibe su desobediencia y la utiliza en su beneficio.
  • Conductas de fastidio hacia el hermano: paso previo a las conductas agresivas. Comportamientos menos llamativos que las agresiones físicas violentas, pero se producen con mayor constancia.
  • Agresividad: siempre con la finalidad de llamar la atención de los padres.
  • Conductas de evolutivamente inapropiadas: enuresis o habla infantil, conductas ya superadas por el niño. Suponen las más llamativas son volver a utilizar el chupete, deseo de dormir en la cuna, solicitar a la madre que le dé de comer, que le coja en brazos o mostrar mayor apego. Son un proceso de imitación al menor, porque interpreta erróneamente que así logrará la tención y el cariño de la madre.
  • Obediencia y colaboración: el niño cree que comportándose como sus padres esperan de él, obtendrá toda la atención que busca. Pero existe la probabilidad de que esta conducta sea saludable y es significativa de una clara madurez e independencia con la que el niño vive la presencia del hermano.

Ahora que podemos identificar cuando nuestro hijo está celoso, nos queda el último paso: saber cómo actuar. Es importante empezar a “preparar el terreno con tiempo”. Es decir, durante el embarazo ir introduciendo poco a poco el cambio. Hablar del nuevo miembro de la familia que está en la barriga de mamá y dejar que lo sienta. En el caso que se necesite cambiar cosas como la habitación, es aconsejable que se haga con prontitud.

De esta manera, el hermano mayor no asocia la nueva ubicación con el nacimiento del bebé. Por otra parte, cuando el niño vea su hermano por primera vez, es aconsejable que el recién nacido no esté en brazos de la madre. Evitar este “shock visual” al menos en el primer contacto con la nueva realidad.

Y por último, a partir de este momento es más importante la calidad que la cantidad de tiempo que se pasa con el hijo mayor. Hay que buscar momentos en los que no haya interrupciones para que la relación sea productiva. Ambos padres deben involucrarse. Tienen que enseñarles a convivir, compartir, esperar su turno. Pueden utilizar juegos que supongan interacción en el sentido de cooperación, respeto y tolerancia. Aunque es difícil, hay que hacer caso omiso de los comportamientos inadecuados provocados por los celos. Los padres han de saber que cuando el niño advierta de su indiferencia, incrementará la intensidad y frecuencia de sus quejas. Es el momento de ser paciente y esperar que poco a poco vaya cediendo en su actitud.

En Ampsico te proponemos una idea para ayudarte si estás en esta situación. Facilita a tu hijo la tarea de entender que la familia crece, pero con materiales adecuados a su edad. Crea junto al resto de la familia (mamá, papá y si hubiera más hermanos) un árbol genealógico donde aparezca el hueco para el nuevo miembro. Lo ideal sería acompañarlo con fotos de cada persona y el nombre. Dejar al niño que sea él quien diseñe, coloree y decore la obra. Luego, colocar en un lugar de la casa donde se pueda ver a diario y hablar de ella en varias ocasiones. Por ejemplo, que el autor del árbol se lo muestre a las visitas que vengan a la casa y lo presente hablando de todos los miembros. Sin darse cuenta, comienza a construir su nueva realidad.

Con un tratamiento adecuado de la situación por parte de los padres y de las personas del entorno más cercano, se logrará que el niño aprenda a tolerar, compartir y participar tanto con su hermano como con sus iguales. Es una gran oportunidad para que el niño comience su aprendizaje social, los celos son la primera prueba a la que se someten para aprender a relacionarse. Por eso, los celos se consideran un aspecto del proceso de socialización, al igual que se aprende a ser amigo o hijo, a ser hermano se aprende día a día. Y como en todo aprendizaje de un niño, se hace imprescindible la actuación adecuada de los padres y entorno más cercano.

Ortigosa Quiles, J.M. (2007). El niño Celoso. Ojos solares, tratamiento. Editorial Pirámides.

Tierno, B & Giménez Montserrat (2004). Cómo entender y ayudar a tus hijos. La educación y la enseñanza primaria de 6 a 8 años. ¡Juega conmigo! Aguilar, Santillana Familia. Madrid.

Julia Romero Bernal, psicóloga en Ampsico

 

 

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