Uno de los beneficios más indudables que trae consigo la práctica sostenida y habitual del mindfulness es la capacidad para gestionar tus emociones de manera adecuada. O, dicho en otros términos, que gracias al mindfulness puedes comenzar a dejar de ser prisionero de tus emociones y tus estados emocionales.

Seamos sinceros. El ciudadano de a pie (no quiero generalizar, desde luego) está dominado por sus emociones. Se comporta según sus emociones le dictan que se tiene que comportar. Cuando está furioso porque le acaban de poner una multa, lanzará improperios, volcará su rabia contra lo primero que pille y no será una compañía muy agradable durante al menos un buen rato. Cuando está deprimido porque su jefe le ha llamado al despacho para echarle una bronca, no tendrá ganas de hacer nada y preferirá quedarse tirado en el sofá viendo cualquier cosa para huir de sus propios pensamientos. Podría incluir muchos más ejemplos del día a día. Situaciones de lo más corriente por las que muchos pasamos y que nos hacen sentirnos de tal o de cual manera. Situaciones que nos llevan a querer hacer ciertas cosas que no haríamos si no nos sintiéramos de ese modo, o bien situaciones que nos llevan a no querer hacer ciertas cosas que sí estaríamos dispuestos a hacer si no nos sintiéramos así.

¿Cuántas veces te ha sucedido esto a ti a lo largo de tu vida? Bastantes, con mucha probabilidad. Esto te ayudará a tomar conciencia de que, de algún modo, has sido prisionero de tus sentimientos. Tanto de los llamados buenos como de los llamados malos, de los que te hacen sentir exultante y de los que te hacen huir del mundo o enfrentarte con él como si de un adversario se tratara.

¿Existe una fórmula mágica, por absurda que pueda llegar a parecer, que te libere de la dependencia de las emociones? Ésa es la pregunta del millón. La pregunta que tantas escuelas filosóficas, espirituales y psicológicas han tratado de responder.

Antes de contestar, permíteme aclarar que no hay emociones buenas ni malas. Y que las emociones, por definición, no son el enemigo. Aquí no se trata, en absoluto, de ser libre del influjo de las emociones anulándolas, convirtiéndote en una especie de robot autómata, de una persona que no sienta. Se trata, más bien, de hacerte amigo de ellas. Y a un amigo se le quiere y se le acepta, aun cuando a veces haga cosas que no disgusten.

La fortaleza emocional es patrimonio no de aquel que es incapaz de sentir, sino del que sabe gestionar sus emociones. Las personas que no tienen sentimientos, de hecho, no son buena compañía. La ausencia o atenuación extrema de la capacidad de sentir anula también la capacidad de empatizar, de entender al otro, de experimentar compasión. Y tú tampoco quieres eso, ¿verdad?

Por tanto, ¿qué te propongo para empezar a adquirir maestría emocional?

Mindfulness. Lo has adivinado.

Tomar conciencia de tus emociones. Esto no significa que tengas que saber exactamente qué emoción estás sintiendo en este momento. Simplemente tienes que vivirla conscientemente. Sea lo que sea lo que estés sintiendo, obsérvalo. Toma conciencia de ello. Cualquier etiqueta que le quieras poner («Esto que estoy sintiendo es tristeza, es frustración, es euforia, es pavor, es orgullo….») no deja de ser eso, una etiqueta. Una acotación de la realidad. Las etiquetas únicamente indican una realidad, no son la realidad misma. Y apegarnos a la etiqueta acaba siendo también peligroso, porque dejamos de observar la emoción en sí para encadenarnos a esa etiqueta. Y acabamos por considerar a la etiqueta como una verdad absoluta.

Cuando hablo acerca de la toma de conciencia de nuestras emociones, utilizo, como en tantos otros ámbitos, la palabra observar. No se trata de mirar con los ojos. Sino, más bien, de sentir. De estar presente, de percibir lo que está sucediendo en nosotros ante los fenómenos externos. Fenómenos como el atasco en el que llevamos media hora atrapados, un chiste que nos acaban de contar, alguien que nos toca de repente el hombro por detrás, un camarero que no se aclara con nuestra comanda, un cielo tormentoso la mañana que íbamos a ir a la piscina, una sonrisa de esa persona especial para nosotros…. Pero también de cómo reaccionamos nosotros ante esos fenómenos. Cuáles es el impacto en nuestro interior de lo que sucede afuera.

Y es por medio de esta observación atenta, curiosa, sin objetivo y sin juicios, como podemos comenzar a fortalecer nuestra capacidad para gestionar de manera saludable las emociones con las que vivimos la vida. Se trata de algo tan simple, y a la vez tan laborioso, como esto. Simple, porque no requiere desentrañar la verdad, escrutar como un científico, acudir a conocimientos enciclopédicos para determinar qué nos ocurre, por qué, para qué ni cómo ni dónde ni cuándo. Sencillamente observar. Y laborioso, porque precisamente nuestra naturaleza, o más que eso, nuestra costumbre, nos distrae de la observación, nos lleva a querer mirar hacia otro lado, buscar culpables en otra parte, dudar de que tan sólo con observa vayamos a lograr algo, dejarnos llevar por la impaciencia, querer encontrar fórmulas mágicas que prometen lo mismo pero en cinco minutos.

Si la mera observación sin juicios de nuestras emociones conlleva indudables beneficios, ¿por qué buscamos esos beneficios recurriendo a mil y una fórmulas o desesperándonos en la certeza de que somos esclavos de nuestras emociones?

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