En nuestro día a día nos enfrentarnos no sólo con las demandas que nos marca la sociedad y el ritmo de vida, sino también con aquellas exigencias que nos imponemos a nosotros mismos, a través de un diálogo en el que emisor y receptor son la misma persona. Tal vez no te hayas parado a reflexionar sobre ello, pero ese discurso interno muchas veces está repleto de una serie de mandatos rígidos y reglas que llegamos a creer que son de obligado cumplimiento; nos referimos a los “debería” y los “tendría que…”.
Los pensamientos formulados en términos de debería y tendría que se aplican no sólo a uno mismo, sino también a otras personas y al mundo o la vida en general. Podemos citar varios ejemplos:
-Referidos a uno mismo: “Tendría que adelgazar”, “debería tener éxito siempre”
-Referidos a los demás: “Los demás/otros tendrían que ser amables y considerados conmigo”
-Referidos a la vida/el mundo: “La vida debería ser justa”
Como vemos, esta forma de pensar nos lleva a interpretar la realidad en términos absolutos, carentes de flexibilidad, y las consecuencias emocionales de querer alcanzar a toda costa estas expectativas pueden ser bastante negativas, generándonos sentimientos de profunda culpabilidad, ira/rabia, frustración, impotencia, insatisfacción, y repercutiendo también en nuestra autoestima.
Pero, ¿de qué forma surgen estas maneras de pensar? Suelen formar parte de un aprendizaje que comienza a partir de experiencias tempranas, de la influencia que ejerce sobre nosotros el entorno (la familia, los amigos, la sociedad…), cómo poco a poco vamos seleccionando e interiorizando determinados patrones de pensamiento que creemos que son adecuados por el refuerzo externo que obtenemos y que nos impulsa a repetir un modo de pensar o de actuar concretos.
El hecho de que este tipo de creencias estén, a priori, tan fuertemente arraigadas, no quiere decir que no se puedan modificar. El primer paso consiste en darnos cuenta de su existencia, identificarlas y hacerlas conscientes. A continuación, podemos cuestionarnos su utilidad: ¿Voy a conseguir ser más feliz por cumplir esas exigencias? ¿Voy a obtener la aprobación de los demás si hago las cosas o pienso como creo que esperan de mí? ¿Realmente es necesario para mí, para mantener mi coherencia, mis principios, mis valores, actuar conforme a ese tipo de mandatos?
Para ayudarnos en el cuestionamiento de estas normas autoimpuestas, empecemos por replantearnos el modo en que nos hablamos. La idea es afinar nuestro lenguaje, suavizándolo. Por ejemplo, ¿por qué no cambiar los “debería/tendría que…” por “me gustaría/preferiría/quiero”? De este modo, pasamos de utilizar una formulación imperativa a otra que nos predispone más a actuar con decisión.
En definitiva, se trata de ser amables con nosotros mismos. Al fin y al cabo, tú eres la persona más importante de tu vida.
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